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Elogio al barman | SAMUEL RODRÍGUEZ MEDINA | Octubre 2025


Elogio al barman

Cantinero que todo lo sabes, he venido a pedirte un consejo...” 
Canción “El cantinero”. José Alfredo Jiménez 

Agua, aire, tierra, fuego y un quinto elemento remueven el espíritu. El mundo gira, los pensamientos se agolpan, las emociones se encienden. El que quiere gritar, grita, el enamorado se derrama en un beso, el moribundo mira directamente a los ojos de la muerte y sonríe, el poeta aúlla. En medio de este remolino, un hombre misterioso permanece en paz, su condición lo sitúa por encima del instante, quizá porque sabe que ha descubierto la fórmula mágica que, al menos por unas horas, alivia todos los males.  

El barman es un hombre misterioso, su trato diario con la gente le ha dotado de una sensibilidad mística; su oído es fino como el de un lobo, sabe distinguir la temperatura de las miradas, entender el sentido de las conversaciones. Su estampa callada y enigmática revela que es un hombre de respuestas, pero también de preguntas.

El barman es un personaje reciente en la historia. Sus antepasados, sin embargo, son ilustres. Es des-cendiente directo de los antiguos sacerdotes ancestrales, de esos hombres impenetrables que eran dueños de los secretos del mundo natural y del mundo espiritual, de aquellos oficiantes inmemoriales que se situaban en la frontera de ambas realidades y abrían las compuertas de la percepción a través de bebidas espirituosas que le revelan al hombre su verdadera voz y lo llevan al otro plano de la conciencia, a otra dimensión. Aún hoy esas bebidas fatales nos hacen hablar lenguas intraducibles y nos deparan momentos de larga reflexión mientras cambian el color del universo y hacen girar la tierra a velocidades insospechadas. 

El barman es el heredero directo de esos secretos, de esas fuerzas, es un sacerdote inconsciente de su investidura, es, sin embargo, un sacerdote al revés, su signo no es lo santo, sino lo profano. Es un hombre de rostro duro que se sitúa entre dos mundos y reparte brebajes en dosis justas y medidas. No es casualidad que las bebidas estén siempre por encima de ellos mismos a manera de ídolos que habitan en un plano superior, como pequeños dioses líquidos a la espera de hablar a través del hombre que los beba. Él y sólo él tiene acceso a las botellas. En el ámbito del bar las botellas son sagradas y sólo pueden ser tocadas por las manos elegidas, profanar esta ley sería un verdadero sacrilegio. El barman es por lo tanto un privilegiado, es el único que tiene el poder inmemorial de acercarse al gran altar en busca del líquido primordial y entregar al hombre común los secretos del vino y las verdades de los sueños y del olvido. Es el sacerdote audaz y verdadero que nos lleva hasta el otro lado de la vida, allá donde el mundo se transforma según nuestros ángeles y nuestros demonios.

El barman es el sacerdote más cercano a nosotros, sus ojos trascienden las palabras, sus manos están entrenadas para los rituales. Es en la barra donde la gente verdaderamente abre el pecho y saca a reposar su corazón. El sacerdote escucha, medita, y, entre un relámpago de alcohol y otro, habla de las verdades más naturales de la vida como un antiguo ermita en su cueva. En la barra todo cobra sentido por unos breves instantes, la niebla se disipa de los ojos del que bebe, el tiempo deja de pesar en la memoria, los fantasmas huyen, la música es un bálsamo, la risa aparece debajo de las mesas, el corazón es una sonaja llena de monedas nuevas. Cuando la noche termina, el sacerdote declara silenciosamente que la vida puede seguir su marcha; entonces la gente deja el bar con la sensación de haber sacado de su corazón una espina ardiente que les impedía andar ligeramente por la vida. Escuchar hablar a un barman depara momentos de fácil reflexión; hablan como sacerdotes, si, pero también como filósofos. Tanto el barman como el filósofo son grandes observadores de la comedia humana, son hombres que desde su mirada inventan fórmulas nuevas a preguntas antiguas, es decir, nos enseñan a ver y a leer el hoy y el ayer. Esto no es difícil de entender, ambos aprendieron la profundidad de la existencia gracias a la distancia que guardan con sus semejantes; son una isla, la isla a donde llegan las preguntas. 

El filósofo marca esta distancia con un libro, que se fija casi todo el tiempo entre él y su alrededor. Esa distancia es lo que le permite ver y entender los problemas más íntimos del ser e imaginar así una nueva forma de acometerlos. La lejanía con los hombres le permiten verlos y oírlos mejor, agitar sus dudas, desenredar sus nudos, romper sus laberintos, cuestionarlos. 

Algo muy parecido sucede con el barman, desde su barra ve los movimientos del mundo, la distancia le da espacio para pensar, para escuchar, para entender el sonido de los pensamientos; es el oído que todo lo escucha, el ojo que todo lo ve, es el hombre que desde su gran escritorio terrenal formula preguntas sobre la existencia. Aprendió a navegar entre las pasiones, a enfrentarse al infierno en la mirada del suicida, a la gris nube de polvo que anda sobre la cabeza de los desesperados, a los pequeños paraísos móviles que van y vienen en los ojos de los enamorados. Entiende las precipitaciones de la muerte y reconoce al instante las alas de la esperanza, sabe de iras y de celos, de erupciones de felicidad y de promesas de eterna juventud. Es el oráculo que dicta la respuesta inesperada, la ventana al mundo de la lucidez en el rincón de los dormidos, el Dionisio listo a revelar su verdad el día de la gran fiesta, el Sócrates anónimo que reparte la cicuta en pequeñas dosis para que la mente se abra y el corazón despierte.

El barman y el filósofo son seres de oído fino, que ven, que entienden e interpretan gracias a la posición inimaginable en la que habitan. El barman, sin embargo, cuenta con un aliado inseparable, con su Quijote de lengua líquida que lo socorre en su labor de tender un puente de agua mágica entre él y los demás, y entrar a los oídos del mundo sin proponérselo, y tal vez sin desearlo. Ahí donde nadie más entiende es convocado el filósofo, y cuando el filósofo no entiende recurre a su contraparte mágica, no ya al poeta, sino al cantinero, quizá porque ambos saben que en un vaso de alcohol habitan fantasmas y demonios, risas y agonías, mundos imposibles y guerras terrenales, que es en un vaso de alcohol en donde la vida puede revelarse en toda su furia en un concentrado tan puro que a veces resulta insoportable. Los dos personajes presentan una gran similitud: pueden mezclar los símbolos y extraer de ellos una visión del mundo. 

El barman tiene además otra característica; es también un químico cimarrón, un científico salvaje que busca la fuente de la felicidad, es el hechicero que sabe que la tierra destila líquidos primordiales que nos hacen descubrir nuestro propio rostro, es el alquimista recargado que busca incansablemente la fórmula oculta que nos libre de nosotros mismos. La alquimia reaparece disfrazada de niña audaz después de siglos de persecución cruel y despiadada; entra a nuestro tiempo sutilmente, sin ser reconocida, como una sombra que se posa en la calle y nos guía hasta el sitio cotidiano donde la magia está siempre a punto de suceder. No ya a la frialdad moderna del laboratorio, o a un subterráneo que huye de las reglas de la inquisición, sino en un bar, en medio de la ciudad, a la vista de todos. Es aquí donde el nuevo alquimista encuentra su voz. El barman es el gran hechicero que ha heredado los elementos mágicos, los símbolos y los misterios que nos curan de todos sus males, aunque sea por unas horas. 

Su labor no es una panacea, es el sueño de una panacea. Las bebidas que mezclan llevan en su esencia fuerzas poderosas: El vino, sol en gotas de sangre antigua; el vodka, rebelde fuego helado, triste sonrisa transparente; el whisky, arroyo de lágrimas que rompen el invierno; el mezcal y sus dolores; el tequila, llanto que hiere como una espina mortal; el aguardiente fugaz y agreste como una amante pérfida; la cerveza, mujer antigua que enamora sin permiso; el ron, hijo del mar y de la selva; el pisco, agua de luna nueva. Todo esto se combina hasta llegar a la garganta y hablarnos del destino, o para entregarnos por un instante pequeñas alas en los pies para flotar sobre la realidad y reinventarla, o para hacernos llorar de amor y de tristeza o simplemente llorar, o reír o dar vueltas sobre el mundo y sobre las horas negras de la vida.

El barman es un alquimista de hoy, aprendió a combinar líquidos primordiales en nombre de la felicidad momentánea. Aprendió a jugar con el agua que destilan el sol, la luna y el corazón de la uva, para llenar de silencios al que grita, para darle fuerza al que llora, para que alguien se sienta invencible unos instantes y se enfrente en su lucha eterna contra la muerte mientras dure la noche de copas. Entre ambos surge, sin embargo, una diferencia capital: los alquimistas buscaban la eterna juventud, los barman, la eternización del instante, alargar el momento hasta las últimas consecuencias. Esta diferencia los aleja, pero la esencia de su personalidad los une. El barman es la prolongación más fiel del alquimista, su eco natural, su sombra.

La magia de nuestro personaje acaba cuando acaba la noche, su presencia se disipa, se pierde, se borra de la mente de los demás. Sus cualidades de sacerdote desaparecen, el filósofo que habla a través de él cae en el olvido, el alquimista pierde sus poderes cuando aparece la primera luz de la mañana. La noche lo traerá de vuelta y con él río de alcohol que lo investirá de poderes, de palabras y de símbolos que vienen desde las voces más profundas del pasado.


Samuel Rodríguez Medina
 
Email: samuelr77@gmail.com 
Instagram: @samuelrodriguezdiciembre

Profesor de Arte, Cine y Estética en el ITESM campus Monterrey. Cuenta con un posgrado en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Granada. Su más reciente publicación literaria es el libro de cuentos “La Ausencia” editado por Arkho Ediciones en Buenos Aires Argentina.