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Por: Miguel Ángel Arritola
Fotografía: Internet
Fotografía: Internet
Un enorme océano de soledad
La primera escena perturbadora con la que arranca “La Ballena”, (“The Whale”), es cuando Charlie (Brendan Fraser) está masturbándose viendo pornografía gay en su inseparable lap.
La cámara se abre frente a él y capta la urgencia de su mano debajo de su ropa, agitando en apuro sus “partes nobles” para satisfacer su necesidad sexual.
La toma exhibe con crudeza toda la piel desparramada que comprende el enorme cuerpo de Charlie.
Y es que todo en Charlie es enorme y no precisamente estoy hablando sólo de su obesidad mórbida, no. Estoy hablando también de ese enorme océano de soledad que rodea su entorno, su vida, su mundo.
Basada en una obra de teatro de Samuel D. Hunter, quien escribió el guión, “La Ballena” es como un extenuante ejercicio de claustrofobia en el que sale mejor librado el que maneja mejor sus emociones.
“La Ballena” muestra a un Charlie amante de la literatura, sobre todo de “Moby-Dick”, del escritor Herman Melville.
Su vida es miserable como miserable es su estado físico y emocional.
Charlie se retiró del mundo en su totalidad y desde su departamento da un curso de escritura en línea; no muestra su rostro a sus alumnos por vergüenza a que ellos vean su físico, castigado por el dolor y la comida en exceso.
“La Ballena” es un trabajo nada gentil en contenido, en ningún rincón del filme hay un asomo de felicidad en ninguno de los personajes. Más bien, en cierta medida, es un largometraje grotesco visualmente, ácido en contenido y definitivo, es una película para gente empática y sensible y con estómago de “acero”.
Todo se desarrolla en el departamento donde Charlie vive solo, rumiando su presente e intentando remediar su pasado.
A decir verdad, está ambientada en los últimos días cruciales de la vida de Charlie en la que vive atrapado en el dolor y angustia porque su novio, Alan, se suicidó.
Ahí, en su departamento solamente lo visita su hija adolescente, Ellie (Sadie Sink), quien lo odia porque la abandonó siendo ella una niña, lo desprecia por esa inmensa masa de carne en la que se ha convertido y solo la une a él el interés de su dinero.
También en ese lúgubre espacio recibe a su única amiga Liz (Hong Chau), la que lo cuida y lo regaña constantemente por no querer ir a un hospital para que lo atiendan.
Liz es su único contacto con el mundo exterior al que él renunció de forma definitiva desde hace 10 años.
Luego llega ante él Thomas (Ty Simpkins) un joven misionero de doble moral que quiere salvar su alma.
Su amargada ex esposa, Mary (Samantha Morton) cada vez que lo llega a ver es para restregarle en su cara toda la miseria de soledad en la que ambos viven.
Y está ese repartidor de pizzas (Sathya Sridharan) que le surte de comer todos los días sin conocerlo, toda la comunicación se da a través de una puerta.
La dignidad con la que, envuelto en carne protésica, Brendan Fraser se las arregla extraordinariamente para arrancar sentimientos encontrados con su violenta y emotiva actuación, es de un Oscar.
En sus enormes ojos está la verdad de su tormento.
Y en su voluminoso cuerpo se encuentra el castigo a su pasado en el que dejó a su familia por correr a los brazos de su novio, sin importar herir a su hija y a su esposa.
La nueva película de Darren Aronofsky es una perfecta amalgama de emociones que van de la pena, al odio, del odio a la violencia y de la violencia al vacío.
“La Ballena” te lleva a esos caminos de desgracia, de suicidio, de depresión y crueldad, de gula y obesidad y no te permite tan siquiera un segundo de reposo, todo se da de manera continua y abrupta.
Ciertamente, el exceso de drama teatral en determinado momento abruma, asfixia e incomoda.
El poder de “La Ballena” está en las actuaciones. Todos de un alcance excelente. Fraser no pudo tener mejor retorno al cine, “La Ballena” le devolvió el éxito que está ausente en su carrera desde hace ya muchos años.
Pero si Brendan está de un lujo actoral, Hong Chau tranquilamente lo supera sin necesidad de usar latex ni efectos especiales, ella aporta al drama una actuación feroz y en su momento, un trabajo de escena de una vulnerabilidad increíble.
El tamaño físico de Charlie es tan enorme como tan enorme es la soledad que lo rodea, que lo consume y aniquila y, en una escala de 5 al 10, a la propuesta de Darren Aronofsky le doy un 10. Podrá gustarme o no, pero lo que se ve en pantalla no se puede negar que es un trabajo impecable.
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