La exquisitez
de ser nosotrxs
Por debajo
de la mesa
El año termina y pareciera que todo lo que fue,
ocurrió en un parpadeo. Ante una ansiada
normalidad que nos abrió la puerta, muchos
se desbocaron y otros tantos siguen observando
temerosos desde la rendija. Como sea, ha
sido un año para lamer heridas y tomar vuelo.
¿Hacia dónde? Quién sabe, bien dicen que lo
importante no es llegar sino disfrutar el trayecto.
Este trayecto en el año que concluye, nos ha
servido a muchos para buscar esa página que
dejamos de escribir y queremos ya dejar que
sea un pendiente. Todo lo vivido en estos últimos
años ha mostrado nuestra vulnerabilidad
constatada ante el virus, pero también ante
la situación de violencia en el mundo, la crisis
económica, la crisis climática… ¿cómo no íbamos
a entrar en crisis emocional?
Lo descubro en los más jóvenes, en los más
viejos y en mí misma, con la sensación que a
veces tengo de que todo se reseteó y estamos
aprendiendo nuevamente a sentir y dejar ser.
No exagero. Grandes amistades dejaron de
serlo, grandes intereses dejaron de importarme,
y me siento diferente aunque no precisamente
mejor. Es difícil dejar de sobre-pensar las cosas,
pero debo repetirme que hay que ocuparse solo
del hoy, porque el mañana es un “quien sabe”.
En fín, “Año nuevo, vida nueva” decía mi abuela, y
que ganas tengo de que así sea. Cerrar página
a esas historias inacabadas, sacar del estatus
de pendiente todo eso que por incomodidad
prefiero dejar para después, o finalmente llevar
a cabo esos planes con los que he fantaseado
tanto tiempo y que siguen deambulando en el
filosófico “ser o no ser, he ahí el dilema”.
Pues sí. Ya me cansé del autoboicoteo. Quiero
ser y defender ser, a pesar de mí misma, de mis
críticas autodestructivas, o del bajoneo que me
llega cada vez que algo no me sale por más que
lo intente. Simplemente no me tocaba.
Hace poco escuché que debemos trabajar por
hacer sentir orgulloso a nuestro yo de la niñez y
de nuestra vejez. Con el yo de la niñez, porque
hoy encarnamos sus sueños; con el yo de la
vejez, porque seremos su historia.
Esto me hizo buscar mis recuerdos de infancia
y hay uno recurrente: una niña que solía
esconderse por debajo de la mesa y espiar a
través del mantel como único espacio personal.
Recuerdo a esa niña tímida, introvertida y
temerosa que se la pasó viendo como era la
vida de los demás, pensando que a ella no le
ocurrirían nunca esas cosas que observaba.
Hoy, a través de este escrito, abrazo a esa niña
y le digo que aunque esa timidez y miedos
heredados no son algo que deba seguir
cargando, debe dejar de mirar por debajo de
la mesa donde se escondía a los demás, y echar
a correr de ese espacio simbólico. Que debe
darse la oportunidad de observar desde afuera
sin miedo a equivocarse y abrazar todas esas
cosas que tanto se critica a si misma y que debe
reconciliarse: con su cuerpo, con sus decisiones,
con su historia.
Que ha caminado y que algo ha avanzado.
Que aunque hay cosas que le han tomado
más tiempo que a los demás, ha sabido llegar
y saborear; y que esas lluvias, vientos e intensos
soles la han hecho más fuerte, más sabia, más
bruja. Que la película no se acaba hasta que
se acaba, y aún hay páginas en blanco en las
que podrá reescribir y reinventarse.
Ojalá que mi “yo” de la vejez, se sienta algún
día orgullosa.
Diana Elisa González Calderón Docente e
investigadora en la Universidad Autónoma
del Estado de México.