Fitzcarrald, la película: Herzog
y su mejor enemigo, Klaus Kinski
Cuando uno ve la película no sabe si es un
hecho real que se transformó en film, o
si la vida se inspiró en el arte, como un
espejo borgiano que se refleja en otro y así,
hasta que ya no se distingue más qué es
lo real y cuál fue el produto que la imaginación creó.
Porque hubo un Fitzcarraldo de carne y hueso, y
ese mismo Fitzcarraldo, igual que el de la película, es
muchas cosas a la vez: es el amor por el belle canto, es
la obsesión de un personaje excéntrico, y es al mismo
tiempo el esfuerzo titánico para conseguir un sueño.
Y es que, además, el escenario es monumental e
ineludible para la fascinación que todo aventureiro
europeo siente ante la Amazonia, belleza gigante que
se extiende por nueve países: Brasil, Perú, Colombia,
Bolivia, Venezuela, Ecuador, Guyana, Surinam y la
Guayana Francesa.
Los portugueses del siglo XVI al XIX, y también los
españoles de entonces, tenían una idea fija que era
la base de toda la geopolítica de los íberos, al menos
mientras eran o soñaban con ser grandes imperios:
oro, piedras preciosas, y cualquier cosa que pudiera
volverse moneda y sirviese para pagar las ingentes
sumas que, en las cuentas de los débiles monarcas
ibéricos, ascendían siempre a cuantiosas deudas.
Fue el oro -o, mejor dicho, la falta de él- lo que
impulsó las grandes navegaciones españolas y lusitanas. Una ambición desmedida que, especialmente
en el caso de los portugueses nobles y no tan nobles,
era simétrica a la aversión al trabajo manual; fue ese
el manantial que impulsó las fantásticas aventuras
que expandieron el mundo hasta entonces conocido como “occidente” y “oriente”. No era el caso del
peruano barón del caucho, Carlos Fermán Fitzcarrald,
controvertido y vanidoso, obsesionado con la ópera
que, a finales del siglo XIX, se empeña en invertir
su fortuna y emplear toda su energía en construir
un teatro en plena selva, en un pobladito peruano,
para escuchar al mejor tenor de la época, Caruso, en
medio de la Amazonia.
No, no era la ambición desmedida por oro o piedras
preciosas lo que terminó haciendo que Fitzcarraldo
llevara un barco de vapor a lo largo de las turbulentas
aguas amazónicas y lo transportara por tierra, en
una faena titánica, desde un río hacia otro. Pues sí,
después de transportar el barco hasta la cima de un
monte para recolocarlo y volverlo a poner a navegar
en un segundo amplio río, en una empresa realmente
grandiosa, a pulso y con poleas, usando la fuerza de
más de mil nativos, para sortear los meandros de
las corrientes y sus remolinos, ayudados apenas por
artilugios muy precarios.
Y lo más increible es que toda la saga vuelve a repetirse más de ocho décadas Después, cuando Werner
Herzog, hombre tenaz y comprometido en sus proyectos, decide llevar la loca aventura a la pantalla grande.
Hombre trabajador y empecinado, puso a prueba en
este rodaje todo su coraje e imaginación, pues las
dificultades fueron muchas: limitaciones técnicas
para subir el vapor de 329 toneladas por una colina
empinada, sin efectos especiales ni subterfugios y
entre colosales choques culturales con los nativos.
Cuentan que en medio de las tratativas para filmar
Fitzcarrald, el actor Klaus Kinski lo llamó a Herzog,
el director de la película, diciéndole que se fuera a la
mierda y le colgó el teléfono en la cara.
Poco después, Herzog empezó las filmaciones de
Fitzcarraldo sin Klaus Kinski, con alguien que había
encontrado en Nueva York y llevándolo a Mick Jagger en el papel de amigo del personaje Fitzcarrald.
Pero según relata el actor
en su obra “Yo necesito
amor”, -una confesión
descarada y escandalosamente íntima, escrita
sin pudor, de un hombre
exasperado, buscando
incansablemente un
afecto que nunca supo
conseguir o conservar- editado en 1995,
el director tuvo que ir
poco tiempo después
a Los Angeles -”con el
rabo entre las patas”, dice
Kinski- a suplicarle que
le hiciera la película.
En la versión del
temperamental actor,
después de unas cuatro
semanas de rodar con el
desconocido de Nueva
York, Herzog se había
dado cuenta de que era
mejor tirar todo el material a la basura y empezar
la película de nuevo, desde el principio. Klaus Kinski
acepta volver al acuerdo con Herzog, pero le hace
reescribir el contrato punto por punto, hasta que por
fin, siempre según lo cuenta el actor, Herzog da el
brazo a torcer y sale, con un portazo, de la oficina de
los abogados en Beverly Hills, dejándole el contrato
firmado...pero en blanco.
La mujer de Kinski, Nanhoi, conociendo las varias
neuras de su marido, le pide que prometa dejar de
fumar para siempre. El actor lo hace y parte para
Sudamérica. Cuenta en el libro que los cinco meses
que pasó en la selva de Perú fueron muy parecidos a
los que había vivido diez años antes, cuando rodaron
la también apoteótica película Aguirre. Y otra vez,
Klaus Kinski le critica al director su “imprudencia total,
ineptitud, incapacidad, arrogancia y falta de escrúpulos, defectos gravísimos que” según el actor, ponen en
juego la vida de todos, y amenazan con echar por la
borda, definitivamente, el rodaje del film y provocar
un desastre financiero.
-De nuevo el director Herzog alimenta a la compañía con una bazofia incomible cocinada con manteca
de cerdo- acusa Kinski. Y por lo que cuenta en el libro,
de nuevo les hace faltar lo más imprescindible a los
miembros del equipo, de modo que puedan conservar
las fuerzas y mantenerse a salvo de las enfermedades
peligrosas de la selva. -Otra vez faltan las frutas, las
verduras y sobre todo, el agua potable- insiste.
Kinski enumera y describe en minuciosos detalles todas las vejaciones y malos tragos que les hizo
pasar en la selva “el cretinismo total de Herzog, su
desvergüenza, su desfachatez, su brutalidad, su estupidez, su megalomanía y su falta de talento”. Para
acompañar mejor sus observaciones -”mentirosas
y fanfarronas” según Kinski- sobre el rodaje, Herzog
había contratado un cineasta llamado Les Blank,
que tenía la misión de filmar un documental sobre
su odiado director, pero que, por lo que relata el
actor, “es tan holgazán que se pasa el día durmiendo
y se lo pierde todo”
A todo eso, como si fuera poco, le agrega Kinski
a su odio la glotonería y la pereza detestables de su
director, que hace que Herzog y su cámara duerman
hasta las nueve da la mañana, “en una selva en la que
el día empieza a las tres de la madrugada, con la luz
más maravillosa y mágica que revela la creación en su
misteriosa fuerza y pureza”
-Ante mis ojos, la selva se levanta desde una niebla
matinal de colores, de la misma manera que un cuerpo
nace del vientre de la madre. Todo es nuevo, joven e
inmaculado- dice Kinski. -Hasta ahora, ningún ser
humano ha visto eso en la pantalla de un cine. Hoy la
niebla matinal es rosada, casi violeta. Me abro camino
con el machete a través de la pared vegetal, hasta un lugar
desde el que puedo ver, por encima del río, la escarpada
orilla de enfrente, donde el pesado barco de trescientas
cincuenta toneladas cuelga de un único cable de acero,
como si se encaramase a las nubes rosadas y violáceas del
cielo. Son las cuatro de la madrugada. Vuelvo corriendo
al campamento a través de la selva y despierto a patadas a Herzog y su camarilla. Cuando Herzog ve con sus
propios ojos lo que le he gritado en el oído, mueve por fin
el culo y echa a correr a lo largo del río. Era las cinco de
la madrugada. En veinte minutos se deshará la niebla,
y en la naturaleza nada se repite, nada es igual que la
última vez. Conseguimos por los pelos filmar la toma
que yo quería- termina de contar el iracundo actor
como, siempre según él mismo y su óptica geniosa,
vivió los radajes de la película “Fitzcarrald”.
La película, monumental, muestra como moraleja
algo que los latinoamericanos sabemos tanto como
los africanos cuando el tema es la cultura: la obsesión
por la misma que muestra Fitzcarraldo -en su caso,
la ópera-, que podría parecer un fin loable, acaba
siendo un documento de la barbarie occidental, pues
los protagonistas ignoran la cultura local en su anhelo
por la “alta cultura occidental”, y cometen incluso
actos crueles para sostener sus proyectos.
Pero, volviendo al film, su banda sonora es simplemente sensacional, compuesta por el grupo de rock
progresivo Popol Vuh (nombre del libro de leyendas
mitológicas mayas), de su amigo Florian Fricke, al
que conoció durante sus estudios de cine.
La banda está tomada de los álbumes De Nachtt
der Die der Seele, de 1979 y Sei still, wisse ich bin, de
1981, con interpretaciones del tenor Enrico Caruso
y otros, y extractos de opera de Ernani de Giuseppe
Verdi, Pagliaci, de Ruggiero Leoncavallo, La Boème de
Giacomo Puccini, I Puritani de Vicenzo Bellini y el
trabajo de orquesta Muerte y transfiguración de Richard
Staruss. La grandiosa banda musical se une a una
fotografía lujosa de Thomas Mauch.
El reparto se compone con un Klaus Kinski en pleno
fervor megalomaníaco, al que le cae a la perfección
el personaje loco de Fitzcarraldo que se escapa de la
pantalla con su pelo rubio revuelto y sus ojos saltados que le conceden una mirada peculiarmente loca.
Claudia Cardinale es la dueña del burdel y amante de
Fitzcarraldo. Paul Hittscher es el como Capitán del
barco. Miguel Ángel Fuentes hace el rol de Cholo. El
brasileño José Lewgoy en su papel de Don Aquilino, y el
también brasileño Grande Otélo como jefe de estación.
Lea más sobre “Mi mejor enemigo” en “Yo necesito
amor”, Tusquets Editores, 1995, España.
blog.javier.villanueva@gmail.com
www.albertointendente2011.worldpress.com
Argentino, establecido en Brasil,
profesor de idiomas, editor, traductor, escritor y
librero. Investigador y conferencista de temas
hispanoamericanos y de la historia y las culturas de los
pueblos nativos. Autor de más de una centena de libros
didácticos publicados en Brasil, y de dos colecciones de
cuentos en Argentina.