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Fitzcarrald, la película: Herzog y su mejor enemigo, Klaus Kinski | JAVIER VILLANUEVA | Septiembre 2022

 

Fitzcarrald, la película: Herzog y su mejor enemigo, Klaus Kinski

Cuando uno ve la película no sabe si es un hecho real que se transformó en film, o si la vida se inspiró en el arte, como un espejo borgiano que se refleja en otro y así, hasta que ya no se distingue más qué es lo real y cuál fue el produto que la imaginación creó.

Porque hubo un Fitzcarraldo de carne y hueso, y ese mismo Fitzcarraldo, igual que el de la película, es muchas cosas a la vez: es el amor por el belle canto, es la obsesión de un personaje excéntrico, y es al mismo tiempo el esfuerzo titánico para conseguir un sueño.

Y es que, además, el escenario es monumental e ineludible para la fascinación que todo aventureiro europeo siente ante la Amazonia, belleza gigante que se extiende por nueve países: Brasil, Perú, Colombia, Bolivia, Venezuela, Ecuador, Guyana, Surinam y la Guayana Francesa.

Los portugueses del siglo XVI al XIX, y también los españoles de entonces, tenían una idea fija que era la base de toda la geopolítica de los íberos, al menos mientras eran o soñaban con ser grandes imperios: oro, piedras preciosas, y cualquier cosa que pudiera volverse moneda y sirviese para pagar las ingentes sumas que, en las cuentas de los débiles monarcas ibéricos, ascendían siempre a cuantiosas deudas.

Fue el oro -o, mejor dicho, la falta de él- lo que impulsó las grandes navegaciones españolas y lusitanas. Una ambición desmedida que, especialmente en el caso de los portugueses nobles y no tan nobles, era simétrica a la aversión al trabajo manual; fue ese el manantial que impulsó las fantásticas aventuras que expandieron el mundo hasta entonces conocido como “occidente” y “oriente”. No era el caso del peruano barón del caucho, Carlos Fermán Fitzcarrald, controvertido y vanidoso, obsesionado con la ópera que, a finales del siglo XIX, se empeña en invertir su fortuna y emplear toda su energía en construir un teatro en plena selva, en un pobladito peruano, para escuchar al mejor tenor de la época, Caruso, en medio de la Amazonia.

No, no era la ambición desmedida por oro o piedras preciosas lo que terminó haciendo que Fitzcarraldo llevara un barco de vapor a lo largo de las turbulentas aguas amazónicas y lo transportara por tierra, en una faena titánica, desde un río hacia otro. Pues sí, después de transportar el barco hasta la cima de un monte para recolocarlo y volverlo a poner a navegar en un segundo amplio río, en una empresa realmente grandiosa, a pulso y con poleas, usando la fuerza de más de mil nativos, para sortear los meandros de las corrientes y sus remolinos, ayudados apenas por artilugios muy precarios.

Y lo más increible es que toda la saga vuelve a repetirse más de ocho décadas Después, cuando Werner Herzog, hombre tenaz y comprometido en sus proyectos, decide llevar la loca aventura a la pantalla grande. Hombre trabajador y empecinado, puso a prueba en este rodaje todo su coraje e imaginación, pues las dificultades fueron muchas: limitaciones técnicas para subir el vapor de 329 toneladas por una colina empinada, sin efectos especiales ni subterfugios y entre colosales choques culturales con los nativos.


Cuentan que en medio de las tratativas para filmar Fitzcarrald, el actor Klaus Kinski lo llamó a Herzog, el director de la película, diciéndole que se fuera a la mierda y le colgó el teléfono en la cara.

Poco después, Herzog empezó las filmaciones de Fitzcarraldo sin Klaus Kinski, con alguien que había encontrado en Nueva York y llevándolo a Mick Jagger en el papel de amigo del personaje Fitzcarrald. 

Pero según relata el actor en su obra “Yo necesito amor”, -una confesión descarada y escandalosamente íntima, escrita sin pudor, de un hombre exasperado, buscando incansablemente un afecto que nunca supo conseguir o conservar- editado en 1995, el director tuvo que ir poco tiempo después a Los Angeles -”con el rabo entre las patas”, dice Kinski- a suplicarle que le hiciera la película. 

En la versión del temperamental actor, después de unas cuatro semanas de rodar con el desconocido de Nueva York, Herzog se había dado cuenta de que era mejor tirar todo el material a la basura y empezar la película de nuevo, desde el principio. Klaus Kinski acepta volver al acuerdo con Herzog, pero le hace reescribir el contrato punto por punto, hasta que por fin, siempre según lo cuenta el actor, Herzog da el brazo a torcer y sale, con un portazo, de la oficina de los abogados en Beverly Hills, dejándole el contrato firmado...pero en blanco.

La mujer de Kinski, Nanhoi, conociendo las varias neuras de su marido, le pide que prometa dejar de fumar para siempre. El actor lo hace y parte para Sudamérica. Cuenta en el libro que los cinco meses que pasó en la selva de Perú fueron muy parecidos a los que había vivido diez años antes, cuando rodaron la también apoteótica película Aguirre. Y otra vez, Klaus Kinski le critica al director su “imprudencia total, ineptitud, incapacidad, arrogancia y falta de escrúpulos, defectos gravísimos que” según el actor, ponen en juego la vida de todos, y amenazan con echar por la borda, definitivamente, el rodaje del film y provocar un desastre financiero.

-De nuevo el director Herzog alimenta a la compañía con una bazofia incomible cocinada con manteca de cerdo- acusa Kinski. Y por lo que cuenta en el libro, de nuevo les hace faltar lo más imprescindible a los miembros del equipo, de modo que puedan conservar las fuerzas y mantenerse a salvo de las enfermedades peligrosas de la selva. -Otra vez faltan las frutas, las verduras y sobre todo, el agua potable- insiste.

Kinski enumera y describe en minuciosos detalles todas las vejaciones y malos tragos que les hizo pasar en la selva “el cretinismo total de Herzog, su desvergüenza, su desfachatez, su brutalidad, su estupidez, su megalomanía y su falta de talento”. Para acompañar mejor sus observaciones -”mentirosas y fanfarronas” según Kinski- sobre el rodaje, Herzog había contratado un cineasta llamado Les Blank, que tenía la misión de filmar un documental sobre su odiado director, pero que, por lo que relata el actor, “es tan holgazán que se pasa el día durmiendo y se lo pierde todo”

A todo eso, como si fuera poco, le agrega Kinski a su odio la glotonería y la pereza detestables de su director, que hace que Herzog y su cámara duerman hasta las nueve da la mañana, “en una selva en la que el día empieza a las tres de la madrugada, con la luz más maravillosa y mágica que revela la creación en su misteriosa fuerza y pureza

-Ante mis ojos, la selva se levanta desde una niebla matinal de colores, de la misma manera que un cuerpo nace del vientre de la madre. Todo es nuevo, joven e inmaculado- dice Kinski. -Hasta ahora, ningún ser humano ha visto eso en la pantalla de un cine. Hoy la niebla matinal es rosada, casi violeta. Me abro camino con el machete a través de la pared vegetal, hasta un lugar desde el que puedo ver, por encima del río, la escarpada orilla de enfrente, donde el pesado barco de trescientas cincuenta toneladas cuelga de un único cable de acero, como si se encaramase a las nubes rosadas y violáceas del cielo. Son las cuatro de la madrugada. Vuelvo corriendo al campamento a través de la selva y despierto a patadas a Herzog y su camarilla. Cuando Herzog ve con sus propios ojos lo que le he gritado en el oído, mueve por fin el culo y echa a correr a lo largo del río. Era las cinco de la madrugada. En veinte minutos se deshará la niebla, y en la naturaleza nada se repite, nada es igual que la última vez. Conseguimos por los pelos filmar la toma que yo quería- termina de contar el iracundo actor como, siempre según él mismo y su óptica geniosa, vivió los radajes de la película “Fitzcarrald”.

La película, monumental, muestra como moraleja algo que los latinoamericanos sabemos tanto como los africanos cuando el tema es la cultura: la obsesión por la misma que muestra Fitzcarraldo -en su caso, la ópera-, que podría parecer un fin loable, acaba siendo un documento de la barbarie occidental, pues los protagonistas ignoran la cultura local en su anhelo por la “alta cultura occidental”, y cometen incluso actos crueles para sostener sus proyectos.

Pero, volviendo al film, su banda sonora es simplemente sensacional, compuesta por el grupo de rock progresivo Popol Vuh (nombre del libro de leyendas mitológicas mayas), de su amigo Florian Fricke, al que conoció durante sus estudios de cine.

La banda está tomada de los álbumes De Nachtt der Die der Seele, de 1979 y Sei still, wisse ich bin, de 1981, con interpretaciones del tenor Enrico Caruso y otros, y extractos de opera de Ernani de Giuseppe Verdi, Pagliaci, de Ruggiero Leoncavallo, La Boème de Giacomo Puccini, I Puritani de Vicenzo Bellini y el trabajo de orquesta Muerte y transfiguración de Richard Staruss. La grandiosa banda musical se une a una fotografía lujosa de Thomas Mauch. 

El reparto se compone con un Klaus Kinski en pleno fervor megalomaníaco, al que le cae a la perfección el personaje loco de Fitzcarraldo que se escapa de la pantalla con su pelo rubio revuelto y sus ojos saltados que le conceden una mirada peculiarmente loca. Claudia Cardinale es la dueña del burdel y amante de Fitzcarraldo. Paul Hittscher es el como Capitán del barco. Miguel Ángel Fuentes hace el rol de Cholo. El brasileño José Lewgoy en su papel de Don Aquilino, y el también brasileño Grande Otélo como jefe de estación.

Lea más sobre “Mi mejor enemigo” en “Yo necesito amor”, Tusquets Editores, 1995, España. 


Javier Villanueva. 
blog.javier.villanueva@gmail.com 
www.albertointendente2011.worldpress.com

Argentino, establecido en Brasil, profesor de idiomas, editor, traductor, escritor y librero. Investigador y conferencista de temas hispanoamericanos y de la historia y las culturas de los pueblos nativos. Autor de más de una centena de libros didácticos publicados en Brasil, y de dos colecciones de cuentos en Argentina.