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Hacer hablar a una piedra | DIANA ELISA GONZÁLEZ | Noviembre 2020


La exquisitez de ser nosotrxs

Hacer hablar a una piedra

¿Si pudiera vivir en otra época, cuál elegiría? 

Yo lo tengo claro. Una vez me contaron sobre esos cafés en Paris donde se daban cita grandes artistas e intelectuales, mesas que convocaban a Guillaume Apollinaire con Louis Aragon y André Breton; o Picasso, Lorca y Dalí; o a Sartre y Simone de Beauvoir, entre muchos otros. Trato de imaginarme sus charlas y trato de imaginar como entre el humo, el olor a café y la palabra, se gestaron reflexiones que detonaron importantes obras o movimientos políticos y culturales.

La palabra. El diálogo. La construcción de una idea. El debate. Las risas. La seriedad. El movimiento de las manos. Las miradas. Los olores. Los sonidos del entorno. El encuentro con el otro-otra.

Juan Villoro reseña que Borges solía decir “que toda la cultura proviene de un peculiar invento griego: la conversación. De pronto, un grupo de hombres decidieron algo extraño: intercambiar palabras sin rumbo fijo, aceptar las curiosidades y opiniones del otro, aplazar las certezas, admitir las dudas. De ahí proviene todo lo demás”.

Ese “Todo lo demás” resuena en mi cabeza y detona mi imaginación. Recuerdo muchos de los momentos en los que compartí una buena charla y el tiempo se pasó volando. Y es que las palabras transportan y provocan. Un buen interlocutor es capaz de hacernos olvidar el mundo entero y descubrir nuevos horizontes. Por supuesto que este ejercicio, tiene algunas condicionantes: 

Saber escuchar prestando total atención, mirar a los ojos, denotar la expresión corporal y dejar a un lado el teléfono y el reloj.

También dejar que fluya un lenguaje que muestre más claramente lo que somos y nuestra manera de ver el mundo. “Falso de toda falsedad”, me dijeron alguna vez. 

Nunca utilizar indirectas que puedan mal entenderse, porque hablando se entiende la gente, dicen por ahí.

“Cada palabra tiene consecuencias. Cada silencio también” dice Jean-Paul Sartre. De ahí que deberíamos tener más cuidado al abrir la boca. Hay palabras creadas solo para lastimar, pero hay otras que pueden construir. Escuchando esta frase de Sartre, viene a mi mente una imagen: hay personas capaces de hablar con tal violencia, que visualmente parece que escupen serpientes al hablar y más que palabras identificables, parecen ladridos; todo lo contrario nos propone Rafael Alberti: “Fue cuando comprobé que murallas se quiebran con suspiros y que hay puertas al mar que se abren con palabras”.

Pero ser un buen conversador no es algo sencillo e influyen muchos factores. Hay personas con quienes la conversación nos fluye como agua y otras con las que la palabra se convierte en una piedra inamovible... ni como hacer que hable. Por eso creo que tener una buena conversación es un acto de generosidad mutuo. Nos podemos conocer a través de nuestras propias palabras y de lo que se detona con el intercambio.

Le confieso que estos tiempos de pandemia me han hecho valorar muchos momentos de encuentro y extraño una buena charla, de esas que no se dan siempre, pero que cuando ocurren, pasan por el simple hecho de disfrutar a la persona que se tiene enfrente y donde el reloj pasa a un segundo plano. Esas donde la conversación deambula de lo trivial a lo importante y de la carcajada a lo sentido. Y es que hay conversaciones que son ventanas abiertas a los pájaros de nuestra cabeza. 

Dice Alma Delia Murillo que “Conversar es quizá la forma más duradera del amor. Habría que buscar al conversador de la vida”. Estoy de acuerdo. Pero vaya que es una misión difícil: la gran mayoría hace del reloj un verdugo y del tiempo una limosna, pero es una búsqueda necesaria de emprender, empezando por uno mismo. Y si... tiene razón la escritora: el mejor compañero o compañera, será aquella capaz de abrir universos con la palabra, tal como ocurría en ese café de París.



Diana Elisa González Calderón 

Docente e investigadora en la Universidad Autónoma del Estado de México.