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Parada frente al Guernica | DIANA ELISA GONZÁLEZ | Enero 2019


La exquisitez de ser nosotrxs

Parada frente al Guernica

En torno a la obra hay un sinfín de atribuciones simbólicas que nunca fueron aclaradas por el artista.

Confieso que durante mucho tiempo tuve el prejuicio a la obra de Picasso, derivado del desconocimiento. Mi primer acercamiento a su estudio fue en el curso de Poética de lo visual de Don Eduardo Peñuela, quien era un exiliado español afincado en Brasil. En su análisis se filtraba lo personal: recuerdos dolorosos de un niño que vio morir a su hermana de tifus, mientras vivían escondidos en una cueva de la región de Almería. Picasso, a través de esta obra dotaba de dignidad a las víctimas al reivindicar lo humano frente a la barbarie. Entendí que su estudio debería hacerse con profundo respeto, conocimiento de la historia y un agudo ejercicio de percepción.

En abril de 1937, aviones bombardearon a la población vasca de Guernica, lo que marcó uno de los hechos más crueles de la guerra civil española.

El mismo año, Picasso recibió la encomienda de una obra para el pabellón español en la exposición internacional de París. Dicen que fue la impresión de la masacre lo que inspiró al artista a hablar del horror de la guerra y se creyó que el impacto de la obra sería equivalente a ganar una batalla a los fascistas.

En torno a la obra hay un sinfín de atribuciones simbólicas que nunca fueron aclaradas por el artista. Algunos señalan que hay una clara inspiración de una escena del film “Adiós a las armas”, basada en la novela de Hemingway. Otros señalan que, Picasso lo vio como una oportunidad de denuncia y contraofensiva desde el arte.

Lo que para las versiones oficiales era una pintura con cuerpos sin sentido, para otros lo que comunica hiela la sangre: gente huyendo, quemados, desmembrados, heridos arrastrándose, gritos de dolor y muerte. Una España retratada desde los opuestos: blanco y negro, el día y la noche, la bondad y la maldad. Si nos detenemos en sus elementos, aparecen signos a la mirada: el alfa y el omega como principio y fin. Un toro que nos mira de frente confrontando ser solo espectadores de la masacre. El caballo doliente y desbocado como los republicanos. El desconcierto del rostro que se asoma y que con una vela descubre el dolor. La bombilla en lo alto como la idea de hogar y el gran ojo de la verdad, que observa. El brazo mutilado pero aún en lucha, junto a una tenue flor como esperanza perdida. Pero permítame detenerme en un elemento en particular: el rostro de dolor de la mujer que carga a su hijo muerto en brazos, que recuerda a una Piedad, o a esa otra madre que apareciera en el film de Einsenstein “El Acorazado Potemkin”. La visión de Picasso sobre la mujer y su tragedia materna, desde el trazo es simple y a la vez compleja: clama al cielo su dolor y derrama lagrimas que duelen como agujas. Seguramente, si pudiésemos imaginar la obra en un escenario audiovisual, podríamos escuchar desde el grito doloroso al silencio dramático absoluto.

De la exposición en Paris, la obra llegó a E.E.U.U. en 1942 para instalarse en el MOMA. En 1981 regresó a España cuando se cumplió la petición del artista: “Solamente debe volver cuando se instaure la República”, pero el artista no pudo ser testigo de ello, pues murió en 1973.

No exagero si le digo que ese grupo de estudiantes que compartíamos la clase de Don Eduardo Peñuela, caímos irremediablemente ante el genio artístico de Picasso, pero principalmente, caímos en total silencio ante el dolor mostrado en la obra y ante el maravilloso poder de la imagen.

Es así que, esta obra ha servido para agitar consciencias, lo que es una reflexión necesaria; pues de Guernica a Hiroshima, Siria o México, la lección sigue sin aprenderse.

Diana Elisa González Calderón 
Doctorada por la Universidad Autónoma de Barcelona. Es docente e investigadora en la Universidad Autónoma del Estado de México.