JULIA LAGE | La música como propósito y poder transformador | ROBERTO GARZA | Abril 2024

Roberto Bolaño en 2.666 | JAVIER VILLANUEVA | Marzo 2024

Roberto Bolaño en 2.666

“¿Nos traiciona la ética? ¿Nos traiciona el sentido del deber? ¿Nos traiciona la honestidad? ¿Nos traiciona la curiosidad? ¿Nos traiciona el amor? ¿Nos traiciona el coraje? ¿Nos traiciona el arte?”.

Más o menos con estas palabras - estoy traduciéndolas del portugués-, parte un pensamiento del personaje Amalfitano, que habla con el fantasma de su abuelo en el grueso volumen “2.666”, de Roberto Bolaño. Y me doblo a la pereza de quedarme con mi propia traducción del portugués y no ir directamente a la fuente, al “2.666” en español, solo porque de los dos volúmenes, el de Alfaguara es el más pesado. Tonterías que hago de vez en cuando. 

Pero lo que importa es que pienso, creo, - no, estoy seguro-, que entre los muchos buenos escritores modernos, los más jóvenes, los de la generación de mis hijos mayores, solo Samuel Rodríguez Medina, es el que más se parece a Bolaño porque es el más iconoclasta de todos. Solo él, digo, puede responder a la artillería o batería de preguntas del inicio.

Repitiendo, con palabras más o palabras parecidas lo que decía unos tres o cuatro meses atrás, al leer a algunos autores hispanoamericanos actuales, podríamos pensar que las bellas artes, y las letras entre ellas, deberían servirnos como puerto seguro. Pero ya sabemos que el desencanto también llegó a la literatura, y una prueba es que dos escritores importantes en sus países, - y sigo autocopiándome- el argentino Ricardo Piglia y el mexicano David Toscana, lanzaron sendos libros homónimos – “El último lector”- casi simultáneamente en 2.005.

Pero, en medio de este paisaje casi sombrío, ¿qué creen que me parece “2.666” del chileno Roberto Bolaño? Voy a ser sincero: como soy librero, tengo el gruesísimo volumen en castellano, en la única librería dedicada al español en todo Brasil. Pero, aunque los ejemplares llegan y se van de semana en semana, me da pena ajar las hermosas 1.216 páginas del ejemplar de Alfaguara, y por eso me compré, por unos módicos R$ 70,00 (unos 13 dólares, nomás) un ejemplar usado y en buen estado de la obra en portugués, en una edición de la prestigiosa Companhia das Letras con solo 852 páginas, y de un peso levemente menor.

Debo reconocer que empecé a releerlo – ya lo había hojeado antes, “en diagonal” y a las apuradas, con aquella técnica perezosa que consiste en ver rápidamente el texto, enfocando en las palabras claves y las ideas principales – y con bastante prejuicio, además. Me gustan los iconoclastas, sí, pero reconozco que tengo un suave barniz conservador, y el “bullying” de Bolaño y Nicanor Parra contra Pablo Neruda (y otra vez me acuerdo de Samuel) me divierte tanto como el que le hacían el propio Neruda y Federico García Lorca a Juan Ramón Jiménez, por celos, o porque no aguantaban que se hubiera llevado el Nobel con su “Platero y yo”. Me divierte la jocosidad antigua, de tomarle el pelo o reírse de alguien por motivos tontos y hacer de ello una fiesta de adolescentes o de niños de la primaria. Pero, ya lo adelanté, todo eso me crea un cierto prejuicio.

Y así empecé a leer “2.666”, y fui arrastrándome por las primeras 200 páginas hasta que un personaje - Amalfitano - que hasta entonces me parecía secundario, de pronto, como un camión que se aparece en una curva en contramano en un camino de montaña, me atropella y me hace prenderme al libro como una garrapata, o como el perro del cuento de Jack London que tanto le encantaba a Lenin: “el perro que se prende a su presa y no la suelta más”. 

Es en la ciudad mexicana de Santa Teresa – tal vez Ciudad Juárez- la que atrae como un imán a los que hasta la página 182, exactamente, me parecían ser los cuatro protagonistas indiscutidos de la larga y hasta entonces bastante pesada historia, llena de guiños eróticos y de academicismos.

El libro trata, básicamente, de cuatro críticos literarios europeos que van hasta Sonora buscando a un fantasmal escritor desaparecido, Benno von Archimboldi, misterioso alemán cuya vida a veces se sospecha apenas como un mito, y que solo se refiere al final de la novela. Es allí, en el árido (y también fantasmal) territorio norteño mexicano, que van a conocer a Amalfitano, un profesor chileno bastante abúlico y depresivo que, abandonado por una esposa hippie y trotamundos, lleva a su hija y se establece en la ciudad. Luego se encontrará el chileno – como Roberto Bolaño, vaya coincidencia- con el periodista estadounidense Oscar Fate que va a transmitir un combate de boxeo, pasión que une a Bolaño con Cortázar.

El relato se concentra en los crímenes recurrentes que espantan a la población en la frontera México-EEUU, y allí, como dicen sus críticos, “con la precisión de un bisturí”, Bolaño cuenta los asesinatos de mujeres en la ficticia Santa Teresa y las inútiles investigaciones de la policía. Como no voy a contarles toda la historia acá, entre otros motivos porque Bolaño quería dejar – y dejó- esta obra monumental como herencia económica para su familia, y es bueno que todos compren el libro, voy a desviarme un poco para recordar que Borges, en “El Arte y la Magia”, afirma que lo fantástico está presente en la literatura desde sus inicios, de forma más o menos explícita, y lo sobrenatural es siempre algo vivo en los más diversos relatos. Sin embargo, a partir del siglo XVIII un gran número de escritores adoptaron el género en sus obras, aun sin nombre ni etiquetas que lo distingan. En el siglo XIX nacen en América Latina los primeros textos de literatura fantástica. Más tarde el género creció con los cuentos de Horacio Quiroga, Leopoldo Lugones, Jorge Luis Borges, Adolfo Bioy Casares, Julio Cortázar, etc. Otros, como Alejo Carpentier, Mario Vargas Llosa y Gabriel García Márquez, lo renuevan con una narrativa que cambia el tono regionalista de la producción literaria.

Pero ¿qué hace Bolaño, el iconoclasta, con este género hiper publicitado? Simplemente, al mismo tiempo que se ríe a carcajadas del Realismo Mágico o Fantástico, nos contrabandea fantasmas, voces que surgen en medio de la noche, artistas locos en el manicomio que seducen a mujeres frágiles como la esposa de Amalfitano, etc., y todo esto, con descaro, mientras nos trae de regalo el crudo realismo de las mujeres asesinadas en Sonora. O sea, realismo mágico, puro y crudo, pero escondido atrás de un enmarañado de párrafos enormes, kilométricos, y aquella profusión de adjetivos y adverbios que, en un Club de Escritura Creativa, yo sugeriría jamás utilizar.

Lo fantástico es una experiencia de límites, de contaminación de realidades. Más o menos como en la frontera México-EEUU y como en cualquier otra frontera caliente. Lo banal y común, y los hechos extraordinarios, juntos, resaltan lo absurdo de la condición humana y nos muestran cómo lo fantástico, en ambos escritores brasileños que mencioné arriba, semejante al chileno casi mexicano Bolaños, nos describen las intolerancias de la vida cotidiana.


Para no extenderme demasiado y no seguir escapándome por las ramas: “2.666”, me va pareciendo, reconozco, — de a poco, o de golpe — la gran novela póstuma que Roberto Bolaño se propuso escribir, ya con la Parca a vista. En realidad, se trata de cinco novelas de corto a mediano tamaño, hilvanadas en un solo volumen enorme. Si se hubieran publicado del modo original en que lo planeó el autor, una a cada año a partir de la fecha de su muerte, la última de las cinco novelas se hubiera publicado apenas en el año de 2.008. Para quién quiera comparar obras de un mismo autor - no es mi caso- “2.666” no es mejor necesariamente que “Los detectives salvajes”, que continúa siendo la favorita de la mayoría de sus lectores. Pero, aunque Bolaño no logró revisarla y corregirla como hubiera querido, y apresurado por la enfermedad y la cercanía de la muerte, “2.666” es una novela fundamental.

Y para quién se intrigue con el nombre, un enigmático número como el que se estampa en la tapa o cubierta, no hay casi ninguna pista en el texto de la novela que explique el porqué de la elección de ese lejanísimo año futuro, el de “2.666”, como título de la obra. En su “Nota a la primera edición”, Ignacio Echevarría recuerda que la fecha ya aparecía en “Amuleto”, de 1.999. La narradora, Auxilio Lacouture, cuenta que camina por el DF con Arturo Belano y Ernesto San Epifanio, y que “la avenida Guerrero, (…) a esa hora, se parece sobre todas las cosas a un cementerio, (…) a un cementerio de 2.666, un cementerio olvidado…”

De algún modo, en “2.666”, el desierto de Sonora y la ficticia ciudad de Santa Teresa son parte de los motivos del exilio y la errancia (¿las del propio autor, que, nacido en Chile se radica en México para morir en Barcelona?), se asocian al nomadismo de quien emprende la búsqueda del otro, y en ese marco, el desierto es una promesa. El desierto y la frontera sórdida son espacios que permiten fugarse de los desiertos modernos de la ficción, en los que la literatura siembra – o hace de cuenta que cree que siembra- en la tierra arrasada.

La enfermedad que acompaña a la obra del escritor, además de representar su propia dolencia física, es una lucha recurrente que puede ser sinónimo de “resignación”, como en el abúlico Amalfitano. Una vez identificada la enfermedad, solo falta buscar su antídoto. Y tal vez el viaje es la búsqueda de un antídoto para el enfermo y, también para Bolaño, el proceso de aprendizaje que debe atravesar el poeta, como un Dante que baja a los Infiernos. Continuar el camino es un paso en la búsqueda de una cura y en el cumplimiento de las exigencias para ejercer la misión de la literatura. “2.666” es un asomo de la nueva novela hispanoamericana a sus antiguos caudales, los que buscaban las fuentes de “2.666”, o “La guerra del fin del mundo”, o “Ulises”, repletas de personajes memorables cuyas historias, cabalgando entre la risa y el horror, se desplazan entre dos continentes e incluyen un vertiginoso viaje por la historia europea del siglo XX. 

Cuando termine de leerlo -ahora ya no en diagonal- tal vez piense que “2.666” como reza el veredicto de Susan Sontag, es la obra del “más influyente y admirado novelista en lengua española de su generación “. 

El Primer Manifiesto del Movimiento Infrarrealista, firmado por el chileno tiene una cita inesperada de Drummond y algunos momentos luminosos: “La ternura como un ejercicio de velocidad”, “Hasta las cabezas de los aristócratas nos pueden servir de armas”, “Nuestra ética es la Revolución, nuestra estética la Vida: una-sola-cosa”, cuando propone hablar de “Nuestros padres más cercanos”, enumera: “los francotiradores, los llaneros solitarios en los cafés de chino de Latinoamérica, los destazados en supermarkets, en sus tremendas disyuntivas individuo-colectividad […]”.

Ese es Roberto Bolaño. Hay que atreverse a leerlo.


Javier Villanueva
blog.javier.villanueva@gmail.com 

Argentino, establecido en Brasil, profesor de idiomas, editor, traductor, escritor y librero. Investigador y conferencista de temas hispanoamericanos y de la historia y las culturas de los pueblos nativos. Autor de más de una centena de libros didácticos publicados en Brasil, y de dos colecciones de cuentos en Argentina