Instrucciones para leer a
Borges en el fin del mundo
Yo he vencido
a los poderes
que gobiernan
este mundo
San Juan 16:33
Para leer a Borges
es necesario tener
a la mano un buen
fin del mundo. No
un Apocalipsis, ni
un cataclismo, que sería de
un dramatismo muy notorio
y está bien para leer a Vargas Llosa o a Orwell, pero no
a Borges.
Para leer a Borges es
necesario aceptar que la
realidad se agota y que el
mundo como lo conocemos
es frágil y se desvanece a
cada paso que damos. Esto
supone que los cuentos de
Borges son directamente un
llamado del abismo. Una vez
dentro de ese abismo todo
puede pasar y nos encontraremos con La escritura
del dios, y ahí, después de
que nuestras resistencias
fracasan estrepitosamente,
entendemos que el dolor y
el sufrimiento son una refinada forma de poesía y esa
poesía puede transformar y
acaso reinventar el mundo.
Esa transformación empieza
en la mirada, la poética de
Borges inicia ahí donde un
mundo concluye.
En Borges la mirada se
debate todo el tiempo entre
el abismo y la elevación,
entre el lodazal y la Rosa
Mística. A todas luces no
es el único que lo intenta,
pero quizá es quien mejor lo
consigue. La dualidad de la
mirada planea sobre nuestra literatura: en Víctor
Hugo, en Tolstoi, en Chéjov,
en Rulfo, en Poe, en Fitzgerald, en Lorca, en Unamuno.
Todos lo intentan a su modo,
algunos con mayor fortuna.
En Borges esa mezcla entre
crisis y elevación es de
una hondura inexplicable
a donde casi nadie llega y
donde los elementos literarios se fugan, se congregan,
se elevan y se reinventan.
En El milagro secreto,
por ejemplo, el personaje
Jaromir Hladik, un autor
sometido por la fuerza del
nazismo en la antigua Checoslovaquia experimenta
en la más profunda desesperación existencial al ver
interrumpida la gran obra
de su vida. Momentos antes
de ser fusilado entra en una
extraña pausa concedida por
la divinidad para que pueda
terminar su obra. A pesar de
estar en pausa y en el fin del
mundo más sorprendente en
la historia de la literatura,
Hladik es capaz de ejercer
sobre sí mismo una operación mágica de creación y
resistencia. Está activo, a
pesar de estar estático en
el epicentro mismo de la
muerte. Entonces las paradojas se acumulan venturosamente y el personaje
es pausa en movimiento, es
fluidez en reposo, es ritmo
solidificado, es eternidad
temporal, es resistencia
en fragilidad. Borges ataca
nuestra mirada, presenta
la experiencia humana en
su límite más extremo, en
donde todo llega a un final,
a un acabamiento, tanto
estético como existencial.
Este es sin embargo un falso
final que nos precipita a un
nuevo sitio de reinvención y
éxtasis de tal manera que al
leerlo una parte de nosotros
se torna indestructible.
El fin del mundo nos circunda. Lo sabe el cuerpo, lo
sabe la conciencia, se sabe
en la apreciación del pasado
y del presente. Lo sabemos
en el vacilante porvenir, en
los sueños y en la desafiante
presencia de la vigilia. Borges es quien lo pronuncia
para nosotros y lo fija en una
armazón privilegiada de símbolos, en un caliente laberinto
de tigres, en donde la fuerza
de una idea derrota como una
piedra bíblica a ese soberbio
Goliat que llamamos realidad.
En ese momento estamos a la
deriva, abiertos, mínimos y
poderosos como una semilla
de mostaza. Entonces somos
un Aleph móvil, un Aleph de
carne que es atravesado por
todos los influjos del universo. Es en ese instante que
somos un Funes incontenible,
o un nuevo autor del Quijote,
o un Cristo de nuevo crucificado en los arrabales últimos
del Uruguay. Somos un poeta
errante que busca la palabra
total en medio de la muerte
incandescente que como
latinoamericanos encontramos en cada calle, en cada
gobierno y en cada invasión.
Borges no es un profeta,
es un poeta, y como tal es un
apasionado del instante, por
eso su fin del mundo no ocurre en un futuro incendiario,
sino en un presente habitado
por presencias devastadoras
ante las que estamos condenados a resistir. Al leerlo
resistimos en los juegos
metafísicos y fatales de La
memoria de Shakespeare,
resistimos cara a cara ante
la potencia desgarradora
del sur, del último sur, en
donde estamos obligados a
medir nuestras fuerzas con
lo imposible. Borges anuncia
un fin del mundo que se inicia cuando todo lo demás se
vence. En ese sentido, Borges escribe lo mismo que
los evangelistas que tocan
el costado herido del redentor y en esto se figuraron el
infinito. Escribe lo mismo
que Dante cuando cae en un
pozo sin fondo y su mirada
se enreda con lo singular
y lo demoledor. Escribe lo
mismo que Conrad y juntos
penetramos al corazón de
las tinieblas, salvo que en
Borges ese corazón está en
una casa de la calle Garay.
Escribe lo mismo que Rulfo
cuando desciende en busca
de Pedro Páramo. Pero el
Comala de Borges es un
Buenos Aires fervoroso que
lo pierde y lo disgrega en
cada esquina y desde donde
nos provee de un fin del
mundo crepuscular y maravilloso que nos enfrenta a la
fragilidad de lo humano, a
su última resistencia.
La obra de Jorge Luis Borges es herida y continuidad,
es apertura mágica y laberinto de precisos cristales.
Su obra es un portal que se
abre en medio de la noche
sin fin, es esa capacidad
de ver a pesar de nuestra
ceguera milenaria.
No, no es difícil entender
a Borges, lo difícil es vivirlo.
Samuel Rodríguez Medina
Email: samuelr77@gmail.com
Instagram: @samuelrodriguezdiciembre
Profesor de Arte, Cine y Estética
en el ITESM campus Monterrey.
Cuenta con un posgrado en
Filosofía Contemporánea por
la Universidad de Granada.
Su más reciente publicación
literaria es el libro de cuentos
“La Ausencia” editado por Arkho
Ediciones en Buenos Aires
Argentina.