Las letras, ¿son
desesperación
o son esperanzas?
Antonio Benítez Burraco, biólogo, filólogo y
catedrático español de lingüística, señala
que: “En un mundo (al menos el occidental) en el que todos acabamos comiendo
lo mismo, escuchando músicas parecidas,
viendo las mismas series en televisión, y sobre todo,
pensando y opinando de forma semejante sobre cuestiones de más trascendencia (como el tipo de sociedad
en que queremos vivir)”, paradójicamente, agrega,
y aunque nos vamos asemejando cada vez más los
unos a los otros, “con más ruido y furia, como diría
Faulkner”, dice, defendemos con garras y dientes las
pequeñas diferencias que nos separan. La compulsión identitaria “es uno de los síntomas distintivos
de nuestra sociedad moderna.
Ya no somos individuos”, nos dice Benítez Burraco,
sino más que cualquier otra cosa, parte de tribus o
sectas, “miembros de algún colectivo (o de varios), que
agrupa a personas con gustos sexuales semejantes,
ideas políticas afines o intereses intelectuales parecidos”. Algo que agrupa los rasgos que por tradición
conforman “la identidad cultural de las diferentes
comarcas, comunidades o regiones”.
Benítez Burraco habla de España cuando dice que
esos segmentos regionales van dejando de tener el
peso del pasado al irrumpir la globalización y, sobre
todo, ante “una realidad líquida en la que las identidades cambian constantemente y se eligen al arbitrio
de los deseos y los sentimientos del individuo, que
son intrínsecamente mudables”.
Entonces, en un mismo territorio en el que conviven gente de diferentes y cambiantes identidades
sexuales, culturales o religiosas, el idioma y las costumbres parecen ser lo único capaz de estructurar
la identidad colectiva tan disminuida.
Los lingüistas afirman que dos códigos comunicativos son lenguas diferentes si sus usuarios no se
entienden al tratar de comunicarse entre sí. “Según
este criterio de la ininteligibilidad mutua, el vasco y
el español serían lenguas distintas, pero no lo serían,
en cambio, el catalán y el español”, continúa Antonio
Benítez Burraco. Esa ininteligibilidad mutua no es un
valor absoluto, porque cambia según el idioma que
consideremos: a quien habla español le cuesta más
entender el portugués hablado que el escrito, pues
la fonética de estos dos idiomas difiere más entre sí
que sus léxicos y gramáticas.
Pero, para salir un poco de la lingüística y enfocarnos en la literatura, digamos que al siglo XX le
podremos reprochar muchas cosas, menos su falta de
imaginación para la Utopía y su capacidad de ponerlas
en práctica. La habilidad para soñar mundos mejores,
casi perfectos, y de combatir (o de crear) pesadillas
perdió fuerza hacia los ’90, y el siglo terminó en una
democracia liberal que proponía, triunfante y a falta
de otra opción, el fin de la historia.
Recordemos “El fin de la historia y el último
hombre”, libro de Francis Fukuyama de 1992 y su
polémica tesis que decía que la historia, como lucha
de ideologías, había terminado, y un mundo final,
democrático y liberal se había impuesto al terminar
la Guerra Fría.
Sin embargo, ocurre que la historia no termina: es
como el Viejo Topo, que a veces cava tan hondo que
nos olvidamos de su existencia; y de pronto reaparece, surge de la nada; y nos damos cuenta de que
tan solo hizo una pausa para ver de qué modo resurge; y se contradice, recula, se repite, progresa o
retrocede, según el humor de cada nuevo siglo. Desde
Shakespeare a nuestros días, el Topo es la metáfora
del avance obstinado, de resistencias subterráneas
y de irrupciones súbitas e inesperadas. Cava con
paciencia sus galerías en lo oscuro de la historia,
surge a veces en plena luz, en un acontecimiento, y
rechaza resignarse a la idea de que la historia haya
llegado a su fin.
Y así como nuestros años ’60 y ’70 fueron de dictaduras, represión a los pueblos y a sus vanguardias políticas e ideológicas; años de guerrillas y “boom
latinoamericano” en la literatura, explosión del “realismo fantástico o mágico” y del arte contestatario
en las plásticas y la música, así también los ’80 y ‘90
en América Latina fueron optimistas e impetuosos:
las dictaduras militares cayeron una tras de la otra,
y la democracia, vigilada y/o imperfecta pero novedosa, parecía afirmarse, prometiendo resolver de
una vez por todas los males de la región. Muchos
de los combatientes revolucionarios de la izquierda,
derrotados de momento, pero victoriosos dentro de
la nueva democracia, enterraron las armas y tomaron los teclados de las flamantes computadoras para
volverse periodistas y/o escritores de la memoria.
Como dice el mexicano Federico Guzmán Rubio:
“el salvadoreño Horacio Castellanos Moya (1957) y el
chileno Roberto Bolaño (1953-2003), desde sus respectivas errancias, destierros y autoexilios –ambos
abandonaron sus países y vivieron a salto de mata por
medio mundo– convirtieron a los viejos combatientes
revolucionarios de los ’60 y ’70 en materia literaria”.
Y continúa diciendo que, tanto en “La diáspora (1989),
hasta la más reciente, El hombre amansado (2022),
Castellanos Moya ha sido fiel a un grupo de personajes que deambulan por México, Estados Unidos,
Suecia o Guatemala ganándose la vida como pueden, intentando retomar sus oficios abandonados
–el periodismo, la edición, la diplomacia, la docencia universitaria–, mientras sueñan con un retorno
imposible a El Salvador y se las ingenian para seguir
huyendo de él”.
Además, agrega los personajes de los cuentos de
Bolaño, “sobre todo los que protagonizan dos de los
más célebres: Sensini (1997) y Últimos atardeceres en
la tierra (2001). El primero retrata a un viejo escritor
argentino, exiliado en España, que subsiste mediante
concursos literarios municipales que a veces gana y
casi siempre pierde; el segundo también trata sobre
el exilio de un chileno en México, quien emprende un
viaje a Acapulco con ganas de combatir en burdeles y
bares de mala muerte la guerra que no puede pelear
en el Chile de Pinochet”. Y sigue contándonos que “lo
mismo puede decirse de Auxilio Lacouture, la exiliada
uruguaya que en Amuleto (1999) resiste refugiada en
los baños la toma de la UNAM por el ejército en 1968, o
del detective de Estrella distante (1996), que logra dar
con el paradero de un torturador de la dictadura que
también ejerce como poeta y artista de vanguardia”.
¿Pero, y a qué viene todo esto? Pues tal vez sea
una mezcla de la famosa -y ya vieja- teoría que dice
que el aleteo de una mariposa acá puede resultar en
consecuencias desastrosas acullá-; o quizás se trate
apenas de mis ganas eternas de refutar aquello del
“fin de la historia” de Fukuyama. Y mi voluntad firme
de oponerme a la falta de entusiasmo que generan
el presente sombrío y un futuro cuya promesa más
cierta parece ser una Tierra inhabitable.
Pero es que, leyendo por ejemplo a nuestro entrañable Samuel Rodríguez Medina podría pensarse que
las artes, y la literatura entre ellas, nos servirían como
puerto seguro y cobijo. Aunque sabemos que el desencanto también llegó a la literatura, y una prueba de
ello es que dos de los escritores más importantes en
sus países, el argentino Ricardo Piglia (1941-2017) y
el mexicano David Toscana (1961), publicaron sendos
libros homónimos -El último lector- casi simultáneamente en 2005. Es que hay una variedad infinita
de lectores: “el visionario, el enfermo, el compulsivo,
el melancólico, el traductor, el crítico, el escritor, el
filósofo y ¿por qué no? el propio autor”, dice Piglia.
La literatura, es verdad, parece haber perdido la
importancia social que tuvo en los años del “boom”,
lo que no tiene por qué ser una mala noticia; aunque es evidente que, pese al permanente crecimiento
editorial, las letras contemporáneas ya muestran su
agotamiento y falta de ambición. O, como cuenta en paralelo, y sin saberlo, David
Toscana, la biblioteca de Icamole puede haberse quedado sin lectores, pero siempre puede aparecer un
vengador, tal vez el mismísimo bibliotecario.
Como insiste en decir Federico Guzmán Rubio, “la
desesperanza sigue allí, en el aire, como causa y consecuencia de nuestro tiempo, y a la literatura le toca
cuestionarla y (re)crearla; porque la literatura sirve
para entender el mundo un poco más, pero también
un poco menos.”
Javier VillanuevaArgentino establecido en Brasil,
profesor de idiomas, editor, traductor, escritor
y librero. Investigador y conferencista de temas
hispanoamericanos y de la historia y las culturas
de los pueblos nativos. Autor de más de una centena
de libros didácticos publicados en Brasil, y de dos
colecciones de cuentos en Argentina.