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Rostros y rebelión: lo que nunca debimos olvidar | SAMUEL RODRÍGUEZ | Junio 2021


Rostros y rebelión: lo que nunca debimos olvidar

Hemos olvidado lo que somos. Nuestro destino se ha ido diluyendo entre fiestas de Instagram o fantasías digitales. Nuestra fuerza ha quedado reducida a las cenizas de un modelo de belleza insostenible. Permíteme querida lectora, lector explicarme. Si algo nos enseñó nuestra tradición cinematográfica es la potencia de un rostro. El rostro es un sitio de encuentro, es rebeldía pura y viva, es reflexión sobre la profundidad social de un país que nació rebelde.

Los rostros de Dolores del Río, de Lilia Prado, de María Félix, de Diana Bracho, de Yalitza Aparicio, por citar a los rostros de mujeres que incendian la pantalla con su belleza, nos remiten a la necesidad de aprender a leernos en la siempre digna pantalla de plata. Si el cine mexicano es reconocido como una potencia cultural es porque logró encumbrar el rostro y la belleza como una forma de rebelión.

Hemos asesinado la belleza, es decir, hemos provocado una disolución de los efectos sociales de la belleza en favor de imágenes fundamentalmente falsas, operativas sólo en el instante, llenas de sí mismas. El cine mexicano plantea un antídoto ante tal degeneración social. El rostro en nuestra cinematografía avanza críticamente hacia la revisión de su atmósfera social, de tal manera que la belleza de una mirada o de un contorno es sólo un filtro para llegar a la posibilidad de la rebelión ante, por ejemplo, la gran injusticia social que padecemos desde la fundación de este país interminable.

Mientras que las plataformas digitales nos prometen la gloria de la eterna juventud o la exaltación momentánea de la belleza propia y prefabricada, el rostro que retrata nuestro cine es libertad en movimiento. Es deseo de intensidad histórica, es el registro de las luchas de toda una sociedad necesitada de expresión desde la dignidad. Apreciar un rostro de nuestro cine es aventurarse a transitar los terrenos de la disidencia y de la afirmación histórica.

Hemos decidido olvidar, hemos decidido aceptar el fin de la belleza como aquello que da a luz la necesaria búsqueda de lo transformador. Hoy la belleza como la entiende el entramado de consumo es solamente un estado de autocomplacencia que mueve la industria del ego a niveles nunca vistos. Hoy no deseamos movilidad social, ni acabar con la injusticia, a lo más que aspiramos es a sostener nuestra propia imagen en un mundo que promueve la vanidad a niveles tan enfermos que ya ni siquiera tenemos fuerza de contrarrestarlo.

Es urgente regresar a lo que nunca debimos olvidar, a la belleza que da a luz, que se llena la cara de tierra viva y verdadera. Al rostro de María Candelaria, de Doña Bárbara, al rostro de Roma. A ese sitio de encuentro entre la mirada y sus necesarias rebeliones, de otra manera corremos el peligro de quedar presas de nuestra propia imagen como un Narciso contemporáneo harto de sí mismo y sin posibilidad de libertad verdadera.

Samuel Rodríguez Medina

Email: samuelr77@gmail.com 
Instagram: @samuelrodriguezdiciembre 

Profesor de Arte, Cine y Estética en el ITESM campus Monterrey. Cuenta con un posgrado en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Granada. Su más reciente publicación literaria es el libro de cuentos “La Ausencia” editado por Arkho Ediciones en Buenos Aires Argentina.