La exquisitez
de ser nosotrxs
A mí no me
gustan los
perros
El encierro nos está dando muchas lecciones.
Las confrontaciones que a veces despuntan
por cualquier tontería, nos recuerdan lo muy
pacientes que debemos ser. El aburrimiento
que detona el encierro he podido combatirlo con
largas caminatas y paseos en bicicleta donde el
viento en la cara hace evidente que seguimos
vivos. Y que respiramos. Y que la tarde es bella.
Y las nubes del atardecer, una obra de arte.
Me detengo frente al espejo y descubro una que
otra cana y una que otra arruga. También la
pancita de estar sentada tanto tiempo. Descubro
con asombro mi talento para procrastinar.
Y es que a veces el encierro no está en casa
sino en la cabeza, y ese es el peor enemigo.
Y mientras escribo estas palabras, descubro
unos ojos que me miran fijamente como si
estuvieran a la espera de algo. Lo miro yo
también de reojo y no puedo evitar pensar que
es un niño que espera atención.
Sé el día que llegó a casa, pero no sé con claridad
qué día entró en mi vida. Voy a confesarle la
primera vez.
Cuando me lo regalaron, me dijeron que sería
un chihuahua pero ha crecido 30 centímetros
más. Tiene la boquita rara pues el labio está
torcido, los ojos saltones, la orejita caída y la
patita derecha chueca y en otro color. En fín…
¿errores de fábrica o la belleza de la imperfección?
En este tiempo de resistencia física y emocional,
este ser suele poner cierto equilibrio a lo
cotidiano. Ante un enojo, andar depre o ansioso,
es la medicina ideal.
Déjeme contarle que me he aficionado a
cargarlo un poco cada tarde. Se me acurruca
como un bebé y me mira fijamente como si
tratara de adivinar mis pensamientos. Quizás
él ya los sabe, o los siente, o los intuye, porque
a veces cuando ando baja de pilas, suele
acercarse y recargarse a mi lado como en gesto
de solidaridad y yo me descubro comprendida.
Se ha vuelto un compañero. Me sigue a todas
partes y descubro que hasta ha aprendido a
darme mi espacio para trabajar pues jala su
almohada cerca de mi mesa de trabajo, donde
puede observarme y a veces, el sueño le gana.
Déjeme contarle que el otro día me topé con un
micro-relato de Lydia Davis, que me dejó una
permanente nostalgia, permítame compartirlo:
“Pelo de perro”
El perro se ha ido. Lo echamos de menos. Cuando
suena el timbre, nadie ladra. Cuando volvemos
tarde a casa, no hay nadie esperándonos.
Seguimos encontrándonos pelos blancos aquí
y allí por toda la casa y en nuestra ropa. Los
recogemos. Deberíamos tirarlos. Pero es lo único
que nos queda de él. No los tiramos. Tenemos
la esperanza de que si recogemos suficiente
pelo, seremos capaces de recomponer al perro.
Así yo, así nosotros. Nos estamos tomando en serio
eso de guardar los pelos en una cajita. Y todo
esto se lo cuento porque según el INEGI, nuestro
país tiene el más alto índice de perros callejeros
en Latinoamérica, pero solo el 30% cuenta con
un hogar y el 70% vive en la calle. Es por eso, que
debemos darle la oportunidad a uno de los muchos
perros que esperan una adopción responsable.
Usted creerá que le está cambiando la vida a
él, pero créame, es a la inversa.
Diana Elisa González Calderón Docente e
investigadora en la Universidad Autónoma
del Estado de México