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Hacer mundo | SAMUEL RODRÍGUEZ | Marzo 2021

 Hacer mundo

Me pregunto si hemos matado a la educación. Me pregunto si el celo por nuestra imagen o la carrera loca por el dinero ha licuado la gran conciencia de Occidente, esa que se fundamenta en la idea de persona como puntal de la vida.

Ahora lo sabemos, después de un año de muerte y dolor. La vida no se trata de acumular riqueza, no se trata de ser un genio de los procesos productivos, no se trata de arrasar al otro con la imagen propia, no se trata de aprender a venerar a los sistemas como mini dioses de nuestro instante. Tampoco se trata de hacernos una estatua de nosotros mismos apuntalada en el consumo, las redes y la atracción de capital. La educación tradicional ha mostrado sus grandes fallas precisamente en el momento más critico. Cuando la universidad, el centro neurálgico de las ideas que protegen al individuo y que procuran la preservación del espectro social, falla de esta manera, entonces todo lo demás esta en peligro.

El tipo de educación que hemos obtenido a partir de los años ochenta se fundamenta en el gasto y el consumo, en el éxito social a cualquier precio, en el amor a la tecnología sobre la persona, en la destrucción del espacio publico, en la extracción desalmada de los recursos naturales. Por años hemos sido adoctrinados en el derroche y la dilapidación de recursos. Este tipo de educación nos promete pertenecer a la estructura dada, más nunca para cuestionarla. Nos exige respetar preceptos y seguir las determinaciones sociales sin revisarnos ni cuestionar, aceptando el estado del mundo mientras nos da a cambio confort y la promesa de la eterna juventud. La educación ya no procura la duda, ni la provocación, ni el deseo de rebeldía, por el contrario ha provocado el culto a un yo vacío, ha relanzado la lucha por la imagen a niveles alucinantes. Nos ha hecho presas de un egoísmo desmesurado que es el principal enemigo de lo público y del bienestar social.

Enviamos a nuestros hijos a las aulas para ser transformados en un Narciso contemporáneo que hace del individuo un amante de su propia figura, desligado por completo de las vicisitudes que aquejan a una sociedad como la nuestra. Este tipo de educación, en la que se presenta la mercadotecnia como la raíz espiritual de nuestra mirada, nos acerca a un estado de barbarie educativa. Hoy tenemos que preguntarnos que tanta barbarie producen y provocan los sistemas educativos en los que participamos, que tanto colocan a la persona como el centro fundamental de su discurso o que tanto la educación genera anti civilización lista a disolver al individuo a favor de un entramado de éxito social en donde es más importante la producción de automóviles que la protección de un grupo social. La educación actual no coloca la vida en el centro de su discurso, coloca la compra, la máquina y el prestigio. Este tipo de instrucción se equivocó en todo, nos rompió, nos hizo máquinas, nos privatizó.

Extrañamente, un virus ha venido a educarnos, ha venido a vencer nuestra soberbia y nuestra gran banalidad, ha venido a dejar en ridículo a las grandes estrategias de venta, esas por las que se pagan millones. Con la aparición de este mal, algunos entendimos que la vida está más allá del concurso del mercado, que la vida se trata de cuidar al otro en mí, que se trata de hacer crecer el espacio público, de tener la conciencia de que el otro existe. La mirada maquinal que nos introyectan las pedagogías del éxito amenazan con disolver al mundo, el virus nos obliga a tener conciencia por los límites personales y las afectaciones de las acciones propias sobre los demás. 

El virus nos enseña que no es la riqueza el fin único de la existencia, que no se trata de innovaciones o emprendurismo barato a cualquier costo, se trata de entender y proteger al otro, de apreciarnos en nuestra dimensión mítica y corporal, de valorar la fuerza vital que se desprende de la persona. Cuidar al otro es la única forma de hacer y hacernos en el mundo. Es urgente entender que no estamos en medio de una carrera infame, que pertenecemos a una red de personas, frágil y más frágil gracias a los genios que han hecho una maquiladora de cada uno de nosotros. El virus nos ha forzado a ver al otro, nos ha forzado a protegernos protegiéndolo, no hay otra manera de enfrentar esta crisis descomunal.

Esta es la verdadera crisis de Occidente, la crisis de la disolución de la persona. El virus ha hecho lo que no pudo hacer la universidad contemporánea: ha puesto al prójimo nuevamente en el centro del discurso. No será posible el futuro si no procuramos la presencia de los demás como una forma de construirnos.

Hacer mundo es pensar en el otro, lo demás puede esperar.


Samuel Rodríguez Medina
Email: samuelr77@gmail.com 
Instagram: @samuelrodriguezdiciembre 

Profesor de Arte, Cine y Estética en el ITESM campus Monterrey. Cuenta con un posgrado en Filosofía Contemporánea por la Universidad de Granada. Su más reciente publicación literaria es el libro de cuentos “La Ausencia” editado por Arkho Ediciones en Buenos Aires Argentina.